Cuando eres pequeño, tan pequeño como para que tus recuerdos sean los primeros trazos sólidos de memoria que guarda tu mente, el tiempo y el espacio son de otra manera.
El espacio es grande, muy grande. Esa casa en la que has pasado tu niñez, hasta más o menos los siete u ocho años, era tan grande como para poder esconderse en los rincones que quedaban entre los armarios (que no eran empotrados) y las paredes, como para cansarte de correr por el pasillo arriba y abajo, e incluso tanto como para jugar auténticos partidos de fútbol con tu padre o con tu abuelo cuando venía a comer los fines de semana en el salón, después de apartar ligeramente algún sillón que otro.
Cuando tu cuerpo crece y casualmente vuelves a esa casa muchos años después sientes la angustia de tu mente negándose a reconocerla como aquel lugar del que tantos recuerdos guarda. No podía ser así de pequeña. Pero lo peor es cuando no sólo crece tu cuerpo, si no que lo hace tu mente años más tarde, y sin mediar provocación alguna, esta te azuza con la nostalgia de lo que fue una infancia feliz, te hace desear volver a ella, te hace sentir la pena por los que se consagraron a ti y se fueron, y una felicidad plena por haberlos tenido a tu lado.
Cuando eres tan pequeño el tiempo, por el contrario, es lento. Los días pasan despacio, las horas de colegio son eternas. Los fines de semana son un acontecimiento familiar, y muchas veces tu humor cambia cuando el sábado está llegando a su fin, y el domingo amenaza con que llegue el lunes.
Fue entonces, un domingo de otoño que prometía ser gris y sin contenido, cuando mi padre siendo yo así de pequeño decidió que cambiaría la forma de pasar los fines de semana, por lo menos algunos de ellos.
Ese domingo del mes de Noviembre, como siempre, se levantó el primero, puso música suave de alguno de los vinilos de su enorme colección para despertar al resto de la familia y preparó el desayuno. Cuando me levanté de la cama con los ojos aún semi cerrados e hinchados del sueño que todos los niños tienen cuando se despiertan, me dijo: “Vamos a desayunar hijo, que nos vamos a ver aviones”.
¿A ver aviones? ¿Cómo que a ver aviones? En una ocasión mis padres y yo habíamos montado en avión. Fue para volar de Madrid a Tenerife y la correspondiente vuelta, pero yo era tan pequeño que ni me acordaba de la experiencia. El único testimonio de aquel viaje fueron las fotos que con los años salieron de algún cajón y que mostraban a mi madre, conmigo en brazos, bajando por la escalerilla de la cola de un DC-9 de Aviaco y con cara de haberlo pasado francamente mal. Yo por aquel entonces sólo sabía que los aviones me parecían mágicos. Unas máquinas que hacían mucho ruido, que tenían una forma misteriosa y bella a la vez, que consumaban el milagro de volar, de flotar en el aire, y que dejaban sensaciones en tu cuerpo que no sentías a bordo de cualquier otro cacharro inventado por el hombre.
En mi familia nadie se había dedicado jamás a la aviación, lo más cercano era mi tío, que trabajaba en una agencia de viajes. Pero mi padre sentía una atracción natural hacia los aviones. Movido quizá por sus inquietudes, ya que como todo buen ingeniero sentía debilidad por las máquinas complejas y precisas. Pero además ahora sé que no sólo le movía el mero interés científico, sé que sentía ese “yo que sé qué” que los amantes de la aviación sentimos hacia todo aquello que se eleva en el aire por unos medios u otros.
Dicho y hecho. Después de desayunar y de que mi madre prepara unos bocadillos para media mañana, por si nos entraba hambre, estábamos listos para comenzar una aventura que poco a poco marcaría el resto de mi vida, y la de los que me han rodeado desde entonces.
Cogimos el ascensor y bajamos desde la séptima planta del bloque de pisos hacia la calle, y pronto estábamos a bordo del Citroën GS Palas de color rojo. Comenzamos un viaje por un Madrid muy distinto al de hoy en día, sin grandes carreteras de circunvalación ni autovías de cuatro carriles, en el que reinaba la paz al ser domingo, una imagen muy diferente a la que ofrecía cualquier día entre semana a esas mismas horas. Circulando por una primitiva M-30 llegamos a una zona de Madrid que yo desconocía. A la izquierda se podía ver la Plaza de Toros de Las Ventas, y algo más adelante a la derecha, se veían algunos edificios de reciente construcción que parecían salidos de una película del espacio. En sus fachadas colgaban los logotipos de algunas de las marcas de electrodomésticos de la época. Se trataba de la ampliación de la Avenida de América, y era una de las zonas de más expansión e inversión de Madrid a finales de los 70 y principios de los 80. Al coger la Avenida de América desde la M-30 vi que nos adentrábamos en una carretera llamada “Nacional II”, camino de la nada. Un par de puentes y algunos edificios en una zona de Madrid que entonces eran la afueras, el campo, el extrarradio. Algo después, una gran explanada, un terreno enorme se abría a la izquierda, se trataba del antiguo Barajas, pero yo aún no lo sabía. Poco después, mi padre tomó la salida hacia San Fernando de Henares, pero en vez de adentrarse en el antiguo pueblo de el corredor del río Henares, tomó el puente que pasaba sobre la carretera e hizo un cambio de sentido, volvíamos a Madrid. Justo al salir del puente, antes de incorporarse de nuevo a la Nacional II en sentido contrario dejábamos a la derecha la entrada a La Muñoza, y el restaurante “Las Moreras”. No sé por qué, pero por alguna razón ese restaurante y la pancarta que colgaba de los portones de entrada a su aparcamiento para clientes, y que prometía “Las mejores chuletas del mundo”, han quedado grabados para siempre en mi memoria.
Un kilómetro más allá, mi padre salía de la Nacional II y tomaba un camino de tierra muy bacheado (de esos que hoy en día ya no existen en las riberas de las grandes autovías) justo al pasar al lado de un taller de reparación de neumáticos. Paró momentáneamente y ajustó el futurista sistema de suspensión del Citroën en la posición de máxima altura, para no rozar los bajos del coche. Conduciendo lentamente llegamos a una bifurcación. En la rama de la izquiera, había un cartel de indicación de dirección que decía “Centro de Capacitación de IBERIA”, pero él tomó la rama de la derecha. Poco más allá, esquivando agujeros y baches, llegamos a una verja metálica que bordeaba el camino a derecha e izquierda. En la de la derecha había un trozo de madera colgado sobre el que, con pintura blanca, alguien había escrito “COMPRO CHATARRA”. En la de la izquierda, un cartel de metal, de aspecto mucho más serio e imponente rezaba: “Zona Aeroportuaria, Prohibido el Paso”.
El camino se abría paso entre ambas verjas por espacio de unos 100 metros, y al llegar al final, daba paso a una explanada en la que no había nada, y por la que se podía avanzar unos 200 metros más, hasta llegar a una nueva verja que sin duda era el final del camino. La explanada, por la época del año, estaba cubierta de hierba salvaje y verde, a excepción de los caminos yermos que los coches que la frecuentaban habían arrasado poco a poco a su paso. Al llegar al punto donde no se podía continuar más allá, mi padre puso el freno de mano, paró el motor del coche y dijo: “Hemos llegado”.
Ir a ver aviones era una de las cosas que más podía desear en ese momento, algo nuevo, diferente, emocionante. Las ventanillas de las puertas delanteras estaban ligeramente bajadas, de manera que cuando por fin se detuvo el motor del viejo Citroën llegó el sonido del exterior de manera nítida hasta dentro del coche. «¿Pero qué es esto?». Lo único que llegó a mis pequeños oídos en ese momento fue el susurrar de una suave brisa y el canturreo de un pajarillo que por lo visto estaba contento de que fuera domingo. Eso, junto a la aparente y total ausencia de aviones en los alrededores, hizo que le dedicara a mi padre una de esas frases contundentes y sinceras que a veces los niños les dedican a sus seres queridos, estremecedoras, aplomadas y cargadas de razón: «Papá ¿Dónde están los aviones?»
Ambos tenían ese día las pilas de la paciencia bien cargadas, de forma que no me contestaron. Iba sentado en el asiento trasero izquierdo y con la estatura propia de un niño pequeño no tenía perspectiva de lo que había fuera. Mi madre abrió su puerta, pero yo tuve que esperar a que mi padre, una vez hubo bajado del coche, abriera la mía. Entonces fue cuando recibí el primer impacto, el primer bofetón, la primera sacudida. Con el coche apuntando hacia el Este lo primero que vi fue la pista 33 de Barajas casi en toda su extensión. Estaba ahí, casi podía tocarla, y por alguna razón tenía todas las luces encendidas. La cabecera, que entonces no estaba desplazada, estaba a escasos 200 metros del coche y entre ella y yo lo único que había era una casita similar a un chalet, pero con las paredes pintadas a cuadros rojos y blancos en la que alguien debía de vivir o trabajar, porque en una de sus ventanas colgaban varias macetas llenas de enorme y floridos geranios de color rosa y rojo. El impacto fue tal que aquel niño se bajó del coche gritando de emoción, impresionado por cada detalle de todo aquello que veían sus ojos, y que tanto desconocía por aquel entonces.
La desesperada ansiedad por recoger tantos datos como pudiera en el menor tiempo posible duró poco. Como una voz que venía del más allá, y que rompía mi concentración, por fin, escuche a mi padre: “¡Que viene un avión!”
Me di la vuelta y miré hacia donde estaba él, justo hacia la prolongación del eje de pista. Busqué en el cielo, pero no vi nada. “¿Dónde está Papá?” “¡Allí!”
Por fin, siguiendo su dedo, vi una luz en el cielo. Sé que en ese fatídico día, en ese preciso momento, mi vida quedaría determinada para siempre por un sueño, por una pasión, por un anhelo. Un sueño que a pesar de haber alcanzado sigo teniendo, cada día. Porque hablamos de una profesión que ha pasado de llamarse “Aviador” (lo que implica sueños y aventuras) a llamarse “Piloto” (lo que implica, para muchos, que eres el conductor de un autobús que va por el aire). Una profesión vilipendiada y castigada por una opinión pública que es presa de unos mitos que no existen, por mucho que algunos “pilotos” con su prepotencia y altivez insistan en retenerlos. Una profesión desmitificada hasta el punto de dejar de reconocer, en su justa medida, su importancia y la necesaria (que no siempre existente) preparación para ejercerla. Una profesión hacia la que a muchos nos ha movido el corazón, pero que en absoluto depende de éste. Una profesión revestida de la más feroz competencia, crueldad e injusticia, y que acarrea consigo un desarraigo y un desapego que tiene su inevitable consecuencia en los tuyos, y en tu vida. Aquel día, opté por todo ello, por lo bueno y por lo malo, pero yo no lo sabía.
No podía apartar los ojos de aquella luz, que poco a poco se iba separando en tres luces diferentes. Aquella situación conjuntaba ansiedad de saber, inquietud, misterio y hasta un poco de incertidumbre. Me agarré a mi padre. Es lo que hacen los niños cuando va a suceder algo que no conocen, que no controlan o que les produce miedo. Yo no tenía miedo, pero ver tres luces que se dirigían directamente hacia mi, acompañadas por un leve silbido que poco a poco iba en aumento me producía a la vez una emoción indescriptible y una leve inquietud.
Miré a mi padre. Le miré fijamente a la cara, y vi cómo él compartía todo lo bueno de mis sensaciones. La emoción del momento y las ganas de ver un avión volando tan de cerca se hacían patentes en su mirada emocionada, que no apartó del avión ni un solo momento. Aquello estaba cada vez más cerca y ya se podía distinguir su forma, el silbido iba en aumento. Unos segundos más tarde le oí gritar “¡Es un Coronado!”. Por supuesto yo no tenía ni idea de lo que era un “Coronado” pero diez segundos más tarde pasaba sobre nuestras cabezas, con un ruido ensordecedor, muy bajo ya que el umbral de la pista aún no había sido desplazado, un reluciente Convair Coronado (también conocido como «Connie») de Spantax, llegando de alguno de la infinidad de vuelos chárter que la compañía hacía por aquella época. No aparté la mirada ni un instante. Pude ver con detalle el avión, pasando sobre mi pequeña cabeza, mientras el ruido de sus cuatro motores atronaba mis oídos y mis sentidos.
A los pocos segundos lo vimos llegar a la cabecera de la pista. Justo en el momento en el que hacía la recogida para posarse sobre la 33 de Barajas llegó a mi otra sensación que nunca se borrará de mi mente: El olor del JP-4 quemado en los cuatro reactores del Connie. Mientras el olor penetraba en mi y se fijaba como parte inseparable de todo aquello en mi memoria, vimos como el Connie rozaba sus neumáticos contra el asfalto, produciendo la consabida nube de caucho quemado.
Ese olor, con los motores y combustibles modernos, ha desaparecido de la aviación comercial, pero siempre permanecerá dentro de mi.
Mientras el avión desaparecía detras de la ligera curvatura que tiene la pista en su carrera de frenado, aparté la vista y miré a mi padre. En su rostro había dibujada una sonrisa de satisfacción, de emoción, y de ansiedad porque llegara el siguiente.
Bajé algo la vista y después del rato que llevábamos allí me di cuenta de que no estábamos solos. Había no menos de diez coches, abiertos de par en par, con sus correspondientes familias pasando la mañana del domingo de la misma manera que nosotros: Viendo aviones. Muchos de ellos incluso habían traído la mesita de campo, que estaba tocada en algunos casos con el típico mantel de algodón a cuadros marrones y blancos. Algunos iban más allá, y contaban con sillas de campo e incluso la comida, almacenada pulcramente en los “tupperware” de la época. No, no estábamos solos. Aquello no era ninguna locura. Había más gente que, por una razón u otra, se acercaban a la aviación por el mero placer de hacerlo, en su tiempo libre.
Pronto escuché ruidos extraños. Se trataba de algunos de nuestros compañeros de afición. Tenían unas radios especiales, muchas de ellas radios de FM de la época modificadas, mediante las que podían escuchar las conversaciones entre los pilotos y los controladores, y las ponían con el volumen adecuado para que todos lo escucháramos. ¿Controladores? ¿Qué era eso? Cuando mi padre me lo explicó, de forma muy resumida, me di cuenta de que quería aún con más ganas, acercarme a todo lo que me rodeaba en ese momento.
Recuerdo perfectamente que en las tres o cuatro horas que pasamos allí no aterrizaron más de nueve o diez aviones. Aparte del Connie pudimos ver algún DC-9 de Iberia y Aviaco, un Caravelle de Hispania, un BAC One-Eleven de British Airways y un espectacular, majestuoso e imponente Jumbo de Iberia.
En los meses y dos o tres años sucesivos, aquellas mañanas de domingo se repitieron con cierta frecuencia. Cada vez que llegaba el día, la emoción inundaba mi casa. Llegamos a pertrecharnos con prismáticos y hasta con un viejo transistor de FM que mi padre modificó con una bobina acoplada que modificaba la frecuencia intermedia del mismo y la desplazaba hacia la banda aeronáutica.
Las cosas de la vida hicieron que no volviéramos en mucho tiempo, hasta que con el paso de los años, de muchos años, convertí aquel lugar en un sitio de reposo para mi. Cuando podía, siempre que podía, cogía mi Renault 5 y me iba allí, a ver aviones, a recordar aquellas sensaciones, que me daban una perspectiva de la vida y del futuro, a respirar el cada vez más escaso olor a combustible quemado y a escuchar el cada vez más sutil y suave ruido de los motores de los aviones.
Hoy soy yo el que, desde hace años, pasa por encima de aquella verja. El restaurante “Las Moreras” sigue existiendo, pero ya no tiene aquel cartel de propaganda de sus chuletas de cordero. De hecho aquel lugar está cerrado y es presa del avance de las zarzas que nos dan el fruto que a su vez le dio el nombre. El camino de tierra está cerrado por un guardarraíl doble que impide su acceso, y el taller de reparación de neumáticos se cae a trozos, ya que está en ruinas. Aquella explanada se ha convertido en varias carreteras de acceso a una rotonda que distribuye el tráfico desde San Fernando hacia la zona industrial del sur de Barajas, y ha desaparecido. Pero siempre, siempre que paso sobre aquella verja, aproximadamente 15 segundos antes de tomar tierra en la actual 33L de Barajas, miro hacia abajo, y me imagino a todas aquellas personas que pasaban sus domingos allí mirando al cielo emocionadas, esperando al próximo avión, escuchando sus viejas radios trucadas, haciendo alguna que otra foto con antiguas cámaras Reflex de toda la vida, o simplemente viendo aviones. Entre ellos estábamos mi padre, mi madre y yo.
Y miro hacia abajo para recordarme a mi mismo que he cumplido un sueño aunque ese sueño no haya resultado ser exactamente lo que siempre imaginé. Para no olvidarme de que a pesar de todo lo que me he dejado en el camino, como muchos otros, estoy ahí, donde siempre quise estar.